La paz interior, un
estado general de serenidad mental y sosiego
corporal en dónde las preocupaciones y los
deseos desaparecen; como la quietud del agua de
un estanque en el que nos reflejamos fielmente.
Pero ese equilibrio es tan frágil que cuando
dejamos caer una pequeña hoja de árbol encima
del agua, el espejo se rompe y, en seguida, se
producen las primeras ondas que van en todas
direcciones alterando la calma del agua y
desvirtuando la imagen que se reflejaba en ella.
Es cuestión de tiempo y de no sufrir más
perturbaciones externas para que la turbulencia
amaine y el equilibrio se vuelva a reestablecer,
a no ser que el agua se congele.
Igualmente
sucede con los humanos. El individuo vive
sumergido en un vaivén de influencias externas
que lo estimulan, para bien o para mal. Las
ideas y los sentimientos que tienen lugar en
nuestro interior emergen y cambian detonados por
innumerables factores del mundo exterior. De
entre el vasto repertorio de sensaciones,
sentimientos y estados de ánimo que puede
experimentar el hombre, el optimismo, la
alegría, la esperanza y las ganas de vivir son
de los más “codiciados”... Pero cabe
preguntarse, ¿cómo los generamos?, ¿dónde los
buscamos?. No son pocas las personas que los
buscan y obtienen fuera de sí a través de
estímulos externos o actividades. Algunos
encuentran ese optimismo, alegría y sentido de
su vida en la pareja, en los amigos o en ayudar
a los demás; otros, en el trabajo, en una labor
social o en el estudio y la investigación;
también en combinaciones de las anteriores.
Somos
seres dependientes desde el mismo momento en que
nacemos (incluso antes de nacer), necesitamos de
los demás para pensar, escribir y hablar; para
poder construir, desarrollarnos y evolucionar;
para poder amar, para poder escuchar, para
vivir. Unos dependen más, otros menos, pero al
fin y al cabo, la dependencia es una
característica de la existencia humana y, del
mismo modo que nosotros somos dependientes de
los demás, éstos, a su vez, lo son de nosotros.
Por lo tanto, quien vive alejado, en desconexión
de los demás y del entorno (incluso de los
libros), es un ser que no evoluciona, no
aprende, no vive. No obstante, hay que tener
presente que cuanto más dependientes nos hacemos
(sobretodo a nivel emocional) de los demás,
menos libertad interior tenemos.
La
interdependencia es una de las características
de lo existente, la transitoriedad, es
otra. Heráclito, un
filósofo presocrático, sostenía que todo es
cambio, no hay nada permanente ni estático; si
no hay nada fijo y estable, el cambio existe
continuamente. Éste es inherente a la vida y
está ligado intrínsecamente a la duración de la
existencia de las cosas, al tiempo. Una cosa
empieza a cambiar en el momento que es y lo deja
de hacer en el momento que deja de ser. Por
tanto, el cambio sólo afecta a aquello que
existe. Podríamos afirmar que existir implica
cambiar. Lo único que no cambia, es el cambio en
si, dado que es permanente. Todo lo mutable, es,
por definición, transitorio. Las emociones, las
sensaciones, los pensamientos, las relaciones,
los problemas... la vida, todos tienen un
principio y un final.
El cambio
y la seguridad van cogidas de la mano. Cuando
tienen lugar cambios en nuestra vida y cambios
importantes, se tambalea el pilar de la
seguridad. Ésta, es una necesidad básica de todo
ser viviente, cuando falta, genera tensión
interior, generalmente, ansiedad. Necesitamos
conocer (predecir) lo que va a suceder en un
futuro cercano y, a poder ser, controlarlo para
sentirnos seguros. Cuando la incertidumbre
aparece, el hombre se siente incómodo. Es por
ello que los cambios en cualquier ámbito de la
vida producen en nosotros una sensación de
incomodidad, de malestar, sobretodo cuando van
acompañados de incertidumbre, que hacen que
movilicemos todos nuestros recursos (internos y
externos) para recuperar la sensación de
seguridad. A este proceso se lo denomina
adaptación; permite adaptarnos a las nuevas
circunstancias y viene muy condicionada por la
inteligencia y la creatividad de cada individuo.
Cuando la situación se mantiene largo tiempo
podemos incluso enfermar dado que la
inestabilidad y la sensación de angustia que se
experimenta repercute psicosomáticamente en
nosotros. Es entonces cuando pueden dar lugar a
las úlceras de estómago, los trastornos
psíquicos, incluso el desarrollo de cáncer y la
muerte del individuo.
Pienso que
sería beneficioso cultivar un sano desapego
(capacidad para desprenderse) de todo lo que nos
rodea dada nuestra condición de transitorios,
pero sin olvidar la dependencia como necesidad y
herramienta al desarrollo y evolución personal.
Hacerlo facilita nuestra adaptación a las
circunstancias. Tomar conciencia de la fugacidad
de lo existente permite cultivar ese sano
desapego de cuanto nos rodea. Al igual que
convendría dejar cierto espacio para la duda
sobre todas nuestras convicciones y afirmaciones
(hecho que nos hace más humildes), también
deberíamos hacerlo para con el desapego en toda
relación con sujetos u objetos; al hacerlo,
iniciamos un proceso de aceptación de la
realidad (efímera y transitoria) que permite
reducir el estrés y la ansiedad generada por el
constante cambio (la incertidumbre),
sintiéndonos, en consecuencia, algo más seguros,
lo que en definitiva se traduce en mayor
libertad interior. En otras palabras, cuanto más
aceptamos el cambio y nos desapegamos de lo
existente, menos ansiedad sentimos y mayor
bienestar espiritual y físico experimentamos.
Volviendo
a la razón de ser del artículo una vez expuesto
el marco inicial en el cual se inserta el ideal
espiritual, paso a desarrollarlo. Como hemos
visto, somos seres dependientes a la vez que
frágiles interiormente por la facilidad con que
los sucesos exteriores pueden turbarnos. La vida
es difícil y dura, y todo ser humano experimenta
en algún momento de su vida o a lo largo de ella
acontecimientos traumáticos o dolorosos que le
hacen sufrir. De ahí que la esperanza, la
alegría, el optimismo y el sentido de la vida
sean “codiciados”. Me preguntaba al inicio del
artículo, ¿cómo los generamos?, ¿dónde los
buscamos?. Acostumbramos a buscar todo eso
“fuera”, sabiendo que lo de “fuera” es
transitorio, ¿por qué no intentar buscarlo y
encontrarlo “dentro”? En otras palabras, que el
sentido de nuestra existencia, la alegría de
vivirla, el optimismo y la esperanza provengan
de lo más profundo de nuestro ser, que no sea
necesario recurrir a lo externo para
experimentar esos sentimientos. El hecho de que
llueva o haga sol ahí fuera sea, para nuestro
estado de ánimo, indiferente; la razón por la
cual queremos vivir, el sentido que otorgamos a
nuestro tiempo y a la actividad que llevamos a
cabo tiene que ser el motor que nos impulse más
allá de las influencias externas. Para ello, es
preciso iniciar un arduo y sufrido proceso de
búsqueda interior para saber quiénes somos y qué
queremos hacer con nuestra vida, qué sentido le
otorgamos.
La
capacidad de generar la alegría, la esperanza y
el optimismo desde nuestro interior está
estrechamente relacionada con el desarrollo
personal o espiritual de la persona; es el
proceso de búsqueda que acabo de mencionar. Para
ejemplificar el ideal utilizaré la analogía
siguiente. Vendría a ser como el caso de un
traductor de textos de una lengua a otra. Cuando
queremos traducir un texto de un idioma a otro
necesitamos al traductor para que lo haga y,
siempre que necesitemos hacerlo, dependeremos de
él. Al igual con las emociones, cuando
necesitamos estar contentos o nos sentimos
tristes buscamos fuera para cambiar ese estado.
Me pregunto yo, si la necesidad de traducir es
permanente (dada la dureza de la vida), ¿por qué
no aprender a traducir? Si iniciamos ese proceso
estaremos desarrollándonos interiormente
(aprendemos la lengua que no sabemos) y
dejaremos de depender del traductor para
traducir textos (encontrar esos sentimientos tan
“codiciados” desde dentro). Encontrar la clave
es encontrar La Verdad.
Emprender
la empresa de aprender un nuevo idioma es
siempre un gran reto, más grande aún, cuanto
mayores nos hacemos. Requiere disciplina,
estudio, sacrificio y sufrimiento. Ese proceso
de búsqueda interior se inicia tomando
conciencia de uno mismo, observando nuestros
propios pensamientos y sentimientos.
Retirándonos en soledad para enfrentarnos a
nuestros miedos, debilidades y fortalezas. La
soledad es la dama que tiene la llave para abrir
la puerta del camino que conduce a lo más hondo
de nosotros mismos, a nuestra voz interior,
nuestras tinieblas. No es necesario llevar nada,
tan sólo coraje y paciencia eterna. Coraje por
lo que podemos encontrar, y paciencia, por la
constancia requerida para encontrar algo
valioso. El silencio es la voz de la soledad, la
soledad la dama de las tinieblas, nuestro más
profundo interior. Cuando escuchamos el silencio
en soledad, nos oímos a nosotros mismos, nuestro
corazón, nuestra respiración; cuando
contemplamos y pensamos en el cosmos, sentimos
que somos insignificantes y todo deja de tener
importancia, pero si conseguimos estar en
comunión con él por unos instantes, acariciamos
la plenitud, la paz interior, ese estado general
de serenidad mental y sosiego corporal en dónde
las preocupaciones y los deseos desaparecen.
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